Queridos amigos,
Acabamos de celebrar la fiesta de San Valentín, el 14 de febrero. Es interesante que este santo se celebra mucho más por la cultura del mundo que por la Iglesia. El hombre San Valentín fue un sacerdote y mártir. En el año 270, durante la persecución del Emperador Claudio II, San Valentín fue aprehendido por el trabajo que estaba haciendo para ayudar a los que iban a ser martirizados. Fue enviado al prefecto del emperador y condenado a muerte porque no quiso renunciar a su fe. Primero lo golpearon con palos, y luego lo decapitaron, martirizado por su fe.
Celebramos muchos mártires porque casi todos los primeros santos de la Iglesia dieron su vida por su fe siguiendo el camino del amor que Cristo Jesús recorrió antes que ellos. Es interesante que San Valentín es tan celebrado por nuestra cultura secular. A menudo me pregunto si tan siquiera saben quién es él. Este hombre fue valeroso en su fuerza y amor por Cristo. Era un sacerdote, célibe y casto. Sin embargo, en este día el mundo celebra el amor romántico.
¡Qué maravillosa oportunidad tenemos para dar testimonio de nuestra fe! Tenemos la oportunidad de dar testimonio del amor perdurable del que San Valentín fue testigo dando su vida. El Domingo pasado celebramos el Día Mundial del Matrimonio, que siempre cae cerca de la festividad de San Valentín, recordando el maravilloso sacramento que Cristo instituyó como un signo de Su amor para ser mostrado al mundo. El amor de los esposos es una imagen del amor de Cristo por la Iglesia, quien dio Su vida por ella. Con qué frecuencia nos quedamos cortos en nuestro amor que es a menudo egoísta. San Valentín es un santo patrón maravilloso para que miremos a ese amor que atrae nuestros corazones a cosas más grandes, ese amor que llena el corazón de un gozo mucho más profundo que cualquier placer pasajero, ese Amor que es eterno .
Me viene a la memoria una vez más el pasaje que compartí con ustedes el Domingo pasado, de la Encíclica Lumen Fidei, La Luz de la Fe, apartado 52,
"El primer ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges unirse en una sola carne (cf. Gn 2,24) y ser capaces de engendrar una vida nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe. Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona amada. La fe, además, ayuda a captar en toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer en ella el amor creador que nos da y nos confía el misterio de una nueva persona".
El amor eterno de Dios nos impulsa, nos ayuda a darnos cuenta de que hay algo más, hay un plan mucho más grande que nuestras propias ideas. Este es el amor que le dio a San Valentín el valor de vivir su fe al máximo y dar la vida por este amor. Este es el amor del que estamos llamados a dar testimonio en nuestra vida diaria al dar nuestra vida a la(s) persona(s) que amamos. Siendo fieles a este amor, a Cristo, el que es el Amor mismo, somos también atraídos a darnos cuenta y reconocer que hay mucho más que este mundo pasajero.
San Valentín, ruega por nosotros.
Fr. Jack D. Shrum