Queridos amigos,
Era la primavera de 2001. Yo recién empezaba a pensar en una vocación al sacerdocio mientras estaba en Italia al final del gran Jubileo del año 2000. El sacerdote de mi parroquia arregló una visita al Seminario Mount Angel en Oregon. Yo nunca había estado en un seminario y no tenía idea de qué esperar. Cuando llegamos, me presenté con el encargado de la recepción, el Hermano Austin, le dije quién era yo y que yo estaba allí para visitar el seminario. Él estaba un poco sorprendido y, como luego me di cuenta, no me esperaba. Él disimuló esto muy bien y llamó al sacerdote encargado de formación en ese tiempo, el Padre Richard Paperini (quien luego fue Presidente Rector el siguiente año). Providencialmente, él no estaba ocupado, o si lo estaba, de cualquier manera él salió de su oficina, me saludó y me llevó a conocer el campus. Esa visita dejó una profunda impresión en mí, sobre todo porque yo no estaba en la lista de invitados esperados. Uno de los carismas o dones de los monjes benedictinos es la hospitalidad. Este maravilloso carisma impregna la vida del seminario también. Desde ese día me sentí como en casa en Mount Angel, y después de que fui aceptado como un seminarista de la Arquidiócesis de Seattle por el Arzobispo Brunett, él decidió enviarme a estudiar allí.
De mi primera visita, recuerdo caminando hacia el edificio de la administración, que en ese tiempo se llamaba Anselm Hall. Entrando por las grandes puertas de cristal, justo delante de uno está un ícono del Bautismo del Señor. Mientras estaba sentado en la recepción, me quedé mirando esa imagen. Es una imagen imponente y yo no había visto antes una imagen semejante. La figura de Cristo es el centro, de pie en el río Jordán. Juan el Bautista está a su derecha, con la cabeza inclinada hacia abajo y su mano extendida sobre la cabeza de Cristo, bautizándolo. A la izquierda de Jesús está un ángel atendiendo al Salvador y esperándolo con un manto rojo en sus manos a que salga de las aguas. Sobre la cabeza de Jesús está el Espíritu Santo, descendiendo sobre Él en forma de paloma. Desde el cielo, la mano de Dios, Padre todopoderoso, se extiende para bendecir a su Hijo Unigénito diciendo: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo mis complacencias".
Pasaba ante este ícono varias veces al día, cuando iba de salón en salón en Anselm Hall. Siempre me llamó la atención y es una imagen maravillosa para reflexionar como seminarista. Cristo es bautizado y luego es conducido al desierto por el Espíritu para ser "tentado por el diablo". ¿En serio? ¡Sip! Él fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado, igual que lo somos todos nosotros en nuestra jornada después del bautismo. Hay muchas tentaciones mundanas que nos distraen de lo que es más importante, distrayéndonos de cumplir nuestro llamado, nuestra vocación en Cristo como hijos amados de Dios nuestro Padre. El desierto es un lugar donde uno es tentado, donde se le ofrece a uno dirección y la gracia para superar todas esas distracciones. Si uno se vuelve a Dios y busca su consejo en la Iglesia, uno es conducido a darse cuenta de la más profunda y más maravillosa verdad de lo que somos, hijos e hijas amados de Dios. De esta verdad fluye nuestra vocación. Sólo en Dios vamos a encontrarla. Se nos da a nosotros como un regalo en nuestro bautismo y entonces es nuestro deber resistir las tentaciones del mundo, para enfocarnos en nuestra relación con Él, y para llegar a ser lo que Él nos ha llamado a ser. Recordando nuestro bautismo, en ese gran día Dios nos dijo a cada uno de nosotros: "Este es mi hijo/hija amado, en quien tengo mis complacencias". Que estas palabras hagan eco en sus oídos todos los días de su vida.
San Juan Bautista, ruega por nosotros.
Padre Jack D. Shrum